LA PIANISTA DEL MELIÁ by Rocío Vélez-Presante
ANTES DE ABRIS LA CARTA, ya ella presentía cierto olor a sal. En cada línea de ésta, encontró que la salinidad salió de lo onírico y ya le punzaba sus papilas gustativas, al punto, que al leer arriba de la firma de su esposo: “me voy, no me busques”, ya el sabor le era insoportable.
El aire de la amplia recepción del Hotel Meliá cargaba hacia el techo en oleadas de humedad, el dulce llanto que de las cuerdas rebotaba fuera de la caja del piano. Cuando ella comenzaba a tocar, aquellos espacios dejaban de ser de cemento. Los huéspedes desviaban su atención de las maletas y buscaban de donde provenían aquellas notas. En eso observaban por primera vez a sus alrededores las columnas de mármol negro que sostenían una cúpula en el techo, dejando entrar los rayos del sol hasta las fuentes internas, así como las paredes en cristal que hacían alarde a su vista de olas en las playas de Miramar en La Habana. Sentada en su silla, la pianista podía oler la madera de la glorieta que servía como bar en la recepción, como también el refrescante olor a hierbabuena bañada en ron, limón y azúcar. Entre una canción a otra, ella esperaba en un silencio sepulcral solo concentrada en las ventanas. A través de ellas, se veía una vez más desaparecer el sol al rendirse en el horizonte ante el brillo distante de las estrellas sobre el mar. Vestida de un negro mate fúnebre, y sin detalle alguno que no fuera el encaje necesario para mantener la ropa en su lugar, ella se enorgullecía de no necesitar las notas en su atril para tocar todos los días. Las piezas que allí le pedían tocar, habían sido las mismas que había aprendido en su infancia. Le venían natural ahora y sus manos aunque decoloradas, no la inhibían. Cuando era pequeña se había quemado las manos en una olla de agua hirviendo en la cocina, para que sus padres no la hicieran tocar más. Tan pronto se recuperó de las quemaduras sus padres la llevaron al salón de su maestra y la sentaron frente al piano. Su odio por aquel “instrumento de tortura” (como ella le llamaba), no cambió durante toda su infancia o adolescencia. No fue hasta que se casó que encontró en el piano una vía de escape del silencio que reinaba en su casa. No se podía esperar más de un matrimonio forzado por sus padres. A miedo que su hija se quedara sola o al qué dirán de los vecinos, la obligaron a casarse con un novio a quien nunca quiso y quien no le demostraba ni una gota de amor. Planificó huir muchas veces, pero con el tiempo había aprendido a tener paciencia y cariño hacia aquel hombre que, fuera como fuera, le brindaba cierto sentido de protección. Ello fue más porque así le habían enseñado, que por resultado de un cariño mutuo. Él tuvo la valentía de irse primero, ella se preguntaba si cada noche que ella pensaba irse, él hacía lo mismo. La única diferencia era que ella tocaba el piano para aliviarse, mientras que él hacia su maleta una pieza de ropa por noche. A las nueve de la noche en el Hotel Meliá, venía un grupo a cantar y mantener a los huéspedes despiertos para que siguieran tomando en la barra. Ella siempre los escuchaba llegar antes de terminar su última pieza: el bongó sonando al son impaciente del caminar ligero de los dedos del bongosero y el rasguear de la guitarra tentándose a empezar sus canciones en cualquier momento. Ella terminaba de tocar, escondía el asiento bajo el piano y se despedía con un leve alzar de la mano a su supervisor. Un señor de tan alta moral y tan poca fe, que siempre miraba a sus empleados con una sospecha que no sabía disimular. Ella sonreía y seguía caminando pensando que como espía, él no hubiera durado mucho. Antes de que la mujer saliera por la puerta ya escuchaba al grupo alborotando las neuronas del sueño hasta de los más borrachos. Tan pronto la luz del hotel dejaba de calentarle la espalda, le daba escalofríos. Rápido se ponía entre dedos las llaves de su llavero, necesidad que resentía dado a la soledad adicional en la que la dejó su esposo por el exilio a balsa por el mar caribe para hacer de Florida su nuevo hogar. A ella no le molestaba caminar sola por la noche hasta su casa, ya había aprendido a no temerle a lo que no tenía la opción que hacer diferente. Lo que le molestaba era que de todo, a eso era lo que se había acostumbrado. En su cartera solo guardaba el menudo del día, algún envase vacío de comida que se habría traído con su almuerzo y la carta que le dejó su esposo, ya hacía un año atrás, en la mesa del comedor. Cargaba la carta como un ancla que a veces no la dejaba respirar. Pensaba que debía ya estar acostumbrada a las despedidas de familiares y seres queridos. Ese dolor peculiar que la acondicionaba el orden de color en su bandera monoestrellada. Hasta ese momento solo había aprendido a tragarse las lágrimas, llegando a su casa en pasos taciturnos, pretendiendo tener un corazón más duro del que tenía. Ese era su regalo de partida para aquellos familiares que por lo menos tuvieron la decencia de despedirse. A este punto ella analizaba que se aferraba a la carta de su esposo por tanto tiempo, porque era la única forma de sentirse que habían tenido una despedida. Que aún dentro de las circunstancias, le hubiera gustado pensar que todos sus años de juventud a su lado hubieran inspirado en él así fuera un poco de cariño hacia ella. Él se fue y con ello el propio recuerdo de su juventud. No pedía mucho, podría haber sido hasta una despedida corta, pero en persona. De esa forma imaginaba, ello le habría servido más, que la mitad de una apresurada carta. La casa de la pianista quedaba detrás de un teatro en renovación, a dos calles de la principal- esa misma donde paraban todas las guaguas y almendrones. La ruta más cercana para llegar a su casa desde allí, era también la más insegura. Muchos vecindarios tienen esa calle: esa que se sabe que no debería ser usada sin importar la conveniencia, pero igualmente se cruza con la esperanza de que nada debería pasar. Razonaba ella, que un par de minutos por esa calle eran para no darle una vuelta de media hora por otro lado. Era el centro de un viejo vecindario que ya tenía sus malas mañas arraigadas. Sus callejones internos estaban labrados en una serie de combinaciones laberínticas, de la que no se sabía a donde llegaría uno si se entraba, o igual, qué saldría de ellas de tan solo oler miedo en su cercanía. “Refleja autoridad” se decía antes de entrar a esa calle, apretar a su cuerpo la cartera y aligerar su paso. Esto lo hacia todos los días, desafiando la suerte que había tenido hasta entonces en un juego de ruleta rusa de la que ya había abusado por demasiado tiempo. Los eventos de ese día, se lo culpó a la carta de su esposo que cargaba en su cartera. Ello le tuvo que haber dado a su andar, esa peste a sal de algas marinas, ese aire de soledad, tristeza y perpetua debilidad aún con una aparentada fortaleza. Esa noche se sentía en la estática del ambiente cómo el aire se preparaba junto con las palmas para el azote de lo que parecía una tormenta a la que solo le faltaban un par de millas más por hora para poder ser bautizada con nombre. Esta tormenta que llegaba desde el Golfo de México, de esas nubes que llegan a traición mientras todos están ocupados mirando la costa de África. El viento en ese momento daba tan fuerte, que en la incertidumbre de la noche sobre aquella calle, aún se veían unos olvidados destellos naranjas pertenecientes a un atardecer que ya andaba por las costas de Florida. Ella había caminado hasta justo debajo del falso baño de estrellas que desprendían en flores los dos árboles fusionados de roble, cuando tres muchachos jóvenes se le acercaron. Tenían en sus ojos brillantes la concentración de un animal predatorio- pero era más como la de un gato doméstico practicando, que la de una diestra pantera. Ella había perdido un par de casa atrás, la concentración que trae consigo la inseguridad y estaba tan distraída pensando en su esposo, que cuando se le acercaron aquellos muchachos a arrancarle la cartera, ya se le había olvidado que tenía las llaves entre los nudillos. Abrió la mano y abofeteó al primero, pero los otros dos muchachos le halaron la cartera por detrás tan fuerte que había pensado le habían dislocado el hombro. Bajo los efectos de la adrenalina, siguió con su mano el espacio vacío que dejó el recuerdo de su cartera en el aire y logró agarrar un mango de la cartera de la mano del muchacho. Se volteó preparada a enseñarles a aquellos malcriados a respetar a una señora, cuando recuerda en un microsegundo cada objeto que tenía dentro de la cartera. Pensó: “¿todo esto por esa carta?” y en lugar de soltarla, pareció que le había empujado la cartera al pecho del muchacho. Tomándolo como muestra de resignación, ellos corrieron con su cartera, cada uno por diferentes direcciones. Casi más por vergüenza que por dolor, se arregló la blusa y miró hacia dentro de las casas a su alrededor. No vio ni la posibilidad de que hubiera un señor fumando en el balcón para atestiguar, tampoco vio una persiana entreabierta con un dedo entremetido. Segura de haber llegado al ojo de la tormenta, respiró profundo y caminó a paso ligero fuera de esa calle. Por fin llega a su casa murmurando entre dientes algo que parecía más un conjuro de ser proclamado bajo la luna llena y frente a un caldero, que una maldición a su vagancia por irse por aquel camino. “¿Para qué me sirvieron estas llaves? Si ni me protegí con ellas, ni se ahuyentaron por ellas”. Eso fue lo único que se pudo escuchar de toda aquella escena. Pero ya nada importaba, ya estaba dentro de su patio, uno cercado hasta arriba y tapado con tiras de plástico verde. Aquello era su propio oasis. Le era evidente que su arbolito de limón se enorgullecía de la cargazón con que se decoraba ese año. Los limones le servían para echarle al pescado, para refrescarse en el verano, o para mezclar con miel o alguna infusión, de sentirse enferma. Ella pasó por su lado y le acarició una hojita para darle fuerza ante las ráfagas que venían. Se fue a la sala cansada, mientras en la cocina se calentaba su café para inducir el sueño. Allí utilizó sus dedos largos de pianista como llaves de engranaje, para cambiar los canales de su televisor sin botones. Por algún lado los había puesto que ya no los encontraba, pero igual no necesitaba. Usualmente lograba conectarse a una señal perdida de HBO desde Florida y así se entretenía casi todas las noches. Luego de su película todo en su casa era silencio, uno que nunca la entretenía en su lucha contra su insomnio. Esa noche pensó, antes que el sueño llegara triunfante a sus palpados, que hacía tiempo debieron haberle robado la cartera. |